Saltando al precipicio
El 11 de noviembre de 1918 marcó el final del evento más importante en la historia mundial.
El final de la guerra más destructiva que había visto el mundo fue marcado a la onceava hora del onceavo día del onceavo mes de 1918. El momento exacto no es coincidencia, fue escogido a propósito por hombres que le daban mayor importancia a lo “lindo” que sonaría en los libros de historia que a la cruda realidad que vivían los millones de soldados que se enfrentaban a las condiciones atroces en las trincheras.
A pesar de ser usualmente ignorada por su secuela aún más destructiva, la Primera Guerra Mundial es probablemente el evento que más ha influido en la marcha incesante de la historia. Es difícil ponerlo en palabras. Casi imposible describir la magnitud de aquella fatídica tarde de junio de 1914, cuando el joven Gavrilo Princip se encontró al carro del archiduque Franz Ferdinand en un callejón de Sarajevo.
Halando el gatillo, Princip cambiaría el curso de la historia de formas que aún quizás no entendemos por completo. Los imperios británico, ruso, otomano, austro-húngaro y alemán colapsaron. Países fueron creados por decreto en Versalles. Naciones nacieron divididas. Otras perdieron población y territorio. Las guerras civiles en Rusia. La breve independencia de Armenia, Azerbaiyán y Georgia. Las guerras independentistas de Letonia y Estonia. La consolidación de la Unión Soviética. El movimiento independentista en India, Pakistán y Bangladesh. El auge de Estados Unidos como el país más poderoso del mundo. Australia y Nueva Zelanda forjando sus identidades nacionales. El nacimiento repentino de Iraq, Siria, Kuwait, Palestina, Israel y el Líbano en sus encarnaciones modernas. Las guerras independentistas de las naciones árabes que quedaron bajo el sistema de mandatos de la Liga de las Naciones. El conflicto de Kurdistán que sigue al día de hoy.
Es un cliché inmenso describir un momento histórico como una “visagra” del tiempo, un “antes y después”, pero a veces es merecido. La guerra fue un quiebre. La muerte del mundo viejo y las esperanzas nacionalistas y económicas. Las buenas vibras de la década, manchadas por una nube oscura que infiltró cada sociedad que tuvo la mala fortuna de haber participado. Las promesas de un futuro brillante cortadas violentamente por el sonido de cañones y el silbido de las bombas de gas.
Existe una versión romantizada de la década que siguió a la “Gran Guerra”. La era de la prohibición del alcohol, de los clubes de jazz y el nacimiento del big band swing, del boom económico que llegó a parecer infinito. Los años tempranos de la década de 1920 son vistos en la cultura popular por el lente de los Estados Unidos de América y resultan en una distorsión de la realidad del resto del mundo.
Para Estados Unidos las cosas fueron increíbles por un tiempo. Habían ganado la guerra, puesto fin a la destrucción de Europa, se habían vuelto el fabricante del 50% de todos los bienes del planeta. Una potencia económica sin precedentes y sin rival. No parecía existir límite para el crecimiento, el futuro era brillante.
En Alemania, las cosas era diametralmente distintas. El imperio destruido y suplantado por un nuevo sistema parlamentario federal, su ejército decimado, su economía en ruinas, golpes y contragolpes de estado en los primeros años de la década.
En el Palacio de Versalles, durante la “negociación” de paz que se dió después de la guerra en 1919, las naciones victoriosas habían decidido acabar con su antiguo rival. El Reino Unido y Francia tomaron venganza, no solo por la asistencia de Alemania a Austria-Hungría, sino también por la guerra Franco-Prusa de 1870 y el poder que se había amasado en Berlín tras la unificación de los estados germanos. Alemania era vista con miedo y desprecio por las naciones cercanas desde hace décadas. Mucho poderío económico y militar concentrado en nuevo jugador, un recién llegado a los fines de los británicos y franceses.
El Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, un novato de las relaciones internacionales, tuvo poco voto en los acuerdos que se redactaron desde Londres y París. Superado por sus contrapartes imperiales, Wilson se conformó con los “acuerdos” que se le presentaron a él y que se le impusieron a Alemania.
La ruina de Alemania, Austria, Hungría, Rumania, Bulgaria y Turquía, aunada al nacimiento forzado de Checoslovaquia y Yugoslavia, dejaron un sabor más que amargo en la boca de sus ciudadanos.
Humilladas sus naciones, desarmadas sus poblaciones, arruinadas sus economías, las tensiones, resentimientos y la sed de venganza crecía.
Para aquellos que triunfaron, las cosas no podían ser mejores. Viendo al futuro con lentes color rosa, la falsa seguridad fue característica de la firma de los “acuerdos” de paz.
Cada vez que alguien piensa en políticos ingenuos en materia de relaciones internacionales, el primer ejemplo que se les ocurre (sin falta) es Neville Chamberlain, llegando de firmar el Acuerdo de Múnich con Adolf Hitler y así permitiéndole ocupar parte de Checoslovaquia. Pero creo que Chamberlain sería olvidado un poco si la gente se acordase más de Lloyd George. George fue primer ministro durante la “Gran Guerra” y un gran fan de la estrategia tomada en Versalles después del final del conflicto. George opinó, famosamente: “No puedo concebir ninguna causa mayor para guerra futura.”
En solo unos años quedaría clara la ignorancia de George cuando el mundo fue sumido en guerra una vez más.
La “Gran Guerra” no ocupa un espacio muy central en nuestra memoria colectiva moderna a pesar de que sin duda ocupa un espacio central en nuestras vidas. Normalmente es ignorada cuando se hacen películas, series, libros o videojuegos. La Segunda Guerra Mundial conlleva mucho más capital cultural.
Esto puede ser debido a que la guerra fue hace más de 100 años y aquellos que la vivieron y pudiesen compartir sus recuerdos ya no viven. También se puede deber a que la mayoría de la guerra fue pasada esperando. Viviendo en las trincheras sin poder bañarse por semanas, con las medias congeladas y el uniforme cubierto en lodo, sudando la fiebre mientras la artillería golpea las débiles estructuras de madera y rezas que el cielo no colapse sobre ti.
El terror psicológico es difícil de comunicar y representar. Quizás por eso muchos no se han atrevido.
Aún así, en años recientes ha habido un auge en contenido sobre la guerra. Battlefield 1, del 2016, trató de representar la magnitud y escala de la guerra, tomándose licencia creativa para que no sea tan “aburrido” para el jugador pero aún logrando comunicar la época. 1917, dirigida por Sam Mendes fue un éxito en los cines en 2019. They Shall Not Grow Old, el documental de Peter Jackson salió en 2018. Este año, Netflix sacó una nueva adaptación de Sin Novedad en el Frente, el libro que Erich Maria Remarque escribió sobre sus experiencias en la guerra en 1928 y que fue prohibido y quemado por los Nazis en 1933.
Pero ninguna de estas obras cubre lo que vino después. Esos años de ansias y tensiones. La depresión que atrapó la actitud global y que los destinó a volver a sufrir los horrores de la guerra una y otra vez más. La única que se me ocurre es La Cinta Blanca, una película de Michael Haneke que, a pesar de tomar lugar en los días antes del inicio de la guerra, logra capturar la psique de una sociedad al borde del precipicio.
Aquella película nos muestra la muerte de la inocencia individual cuando se debe enfrentar a una sociedad que ha abandonado por completo cualquier compás moral que los guio en algún pasado olvidado.
Quienes tomaron cubierta en aquellas cicatrices excavadas en la tierra en esa mañana de noviembre habrán sentido algo de esperanza. Habrán visto que el sol se escondía justo detrás de las nubes de la tormenta. Casi al alcance. Viendo atrás, la época me transmite la misma sensación que Remarque trató de comunicar al final de Sin Novedad en el Frente, un entendimiento tácito de que las cosas habían cambiado para siempre y que detrás de aquellas nubes oscuras solo venía más lluvia.