La capitulación de Japón y la asimetría de la perspectiva
Quedándose sin gasolina, con sus fábricas diezmadas y con el enemigo en Okinawa, el mando militar imperial seguía pensando que una última gran batalla salvaría la nación.
El 19 de abril de 1945, el General Hajime Sugiyama reunió a los oficiales a cargo de cada ejército de aérea y del ejército subordinado a Tokio para discutir los cuatro principios guía de la defensa de Japón. Los oficiales estaban en una sala de conferencia algo improvisada, sustituta de la sala ideal ubicada en el edificio del comando del Primer Ejército General en Ichigaya y que había sido dañada por bombardeos hace unos días.
Los hombres presente en la reunión conocían bien los planos que tenían en la mesa, esta era solo una de las múltiples reuniones organizacionales para la preparación y ejecución de Ketsu-Go (Decisiva), el nombre asignado a la operación para la defensa de las islas patrias japonesas y que estaba formada por siete directivas dictadas por el Alto Mando General Imperial. Todos escucharon a Sugiyama mientras leía sus principios guía.
Primero: Seguir órdenes y mantener el sistema de mando es la única forma de cumplir con la misión del Primer Ejército General.
Segundo: Todos los oficiales y hombres deben tener en mente que completar las preparaciones operacionales es igual de importante que ganar una batalla decisiva.
Tercero: Todos los oficiales y hombres deben dar su máximo esfuerzo para aniquilar completamente el enemigo que invadirá la patria.
Cuarto: Que todos los hombres y oficiales se unan en demostrarle al enemigo la fuerza de la nación.
Sugiyama miró a los oficiales bajo su mando y les recordó que esto no era una simple defensa, era la última gloriosa lucha de preservación nacional. Las vidas de sus hombres no eran de consideración alguna, pelearían hasta que el enemigo se rindiese o no hubiese más Japón.
Las autoridades militares imperiales habían adivinado, correctamente, el lugar de la invasión de los Aliados así como también las playas exactas que atacarían y hasta la fecha de la invasión. Estados Unidos había preparado amplios recursos para Operation Downfall, que sería la invasión más grande de la historia con más de medio millón de hombres aterrizando en las playas del sur de Kyushu. Para finales de julio de 1945, unos novecientos mil soldados japoneses se encontraban presentes en la isla de Kyushu, organizados en el 16to Ejército de Área, bajo el Segundo Ejército General del Distrito Occidental Militar con sede en la ciudad de Fukuoka.
Los planes de defensa de Kyushu debían estar listos para septiembre de 1945 ya que se esperaba la invasión de los Aliados para el primero de octubre, justo después del final de la ruda temporada de tifones. Los aterrizajes anfibios en islas defendidas eran la parte central de la estrategia general de los Aliados durante la guerra en el Pacífico, experiencia sobraba, pero no fue hasta la Batalla de Okinawa (1ro de abril - 22 de junio 1945) que realmente se vió lo brutal que sería una invasión de las islas patrias japonesas.
En Okinawa, una pequeña isla de la cadena Ryukyu, dos meses de combate habían resultado en más de 50.000 bajas para las fuerzas de Estados Unidos, entre los cuales se contaban más de 12.000 muertes. Para el defensor, la situación había sido peor. Las fuerzas imperiales japonesas pelearon por cada centímetro de la isla, resultando en la muerte de unos 77.000 soldados japoneses. La batalla también reveló otra dura realidad: la trágica situación de la población civil.
Todas las guerras han traído miseria a las poblaciones civiles de algún combatiente, en el mejor de los casos esa miseria es financiera, en el peor, puede ser tan atroz como lo que sufrió la gente de Nanjing (Nanking), China o la población judía en la Polonia ocupada (o lo que sufrirían miles en Hiroshima y Nagasaki). En Okinawa, las fuerzas imperiales habían formado unidades militares compuestas por civiles de la isla, principalmente población nativa que era vista con gran desdén por los japoneses. Aproximadamente 40.000 ryukyuanos de Okinawa recibieron armas y uniformes para defender la isla, unos 30.000 morirían. La conscripción forzosa de civiles continuaría, para julio 1945, todos los hombres entre 15 y 60 años, así como todas las mujeres de 17 a 40 años, serían incluidos como combatientes para defenderse de la invasión.
La pérdida de casi la totalidad de los 110.000 defensores de Okinawa le abrieron un portal en las mentes de los planificadores militares Aliados. Un portal que les mostró una visión de lo feroz que sería la lucha por Kyushu en octubre-noviembre y una ominosa expectativa de lo que les esperaría en las planicies de Kanto en marzo, 1946.
Pensar que ni sabían de los más de 5.000 aviones, cargados con el combustible suficiente para despegar, que serían pilotados por kamikazes buscando hundir los vehículos anfibios en el mar, cientos de ellos en Kyushu para julio.
La noche del 9 de agosto de 1945 fue tensa, para decir lo de menos.
El “Consejo para la Suprema Dirección de la Guerra”, un grupo de seis oficiales japoneses, se había reunido dos veces ya a lo largo de ese día con el objetivo de volver a considerar la Declaración de Potsdam y decidir sobe el futuro de la nación. La primera reunión había iniciado a las 2:30pm, pero para las diez de la noche, el Consejo seguía dividido.
El Premier japonés, Kantaro Suzuki, sabía que la guerra ya había sido decidida. El Imperio había sido corrido de gran parte de sus posesiones en el Pacífico, desde las Islas Salomón hasta Iwo Jima, Japón había experimentado numerosas derrotas. Las Filipinas, Malaya, Singapur, todo en manos del enemigo. Mitad de sus fuerzas armadas, unos dos millones de hombres, estaban atrapados en China, cortesía de la Fuerza Naval de Estados Unidos. La nación se quedaba sin combustible, sin goma, sin hierro, las fábricas estaban diezmadas, millones estaban sin casa.
Tres días antes, la ciudad militar de Hiroshima había sido evaporada por una sola bomba. Sobrevivientes habían viajado a Tokio para hablar de lo que habían visto. Suzuki recordaba que varios oficiales militares del Consejo simplemente no lo creían, diciendo que nadie podía tener un arma atómica, era propaganda de Estados Unidos.
Esa misma mañana del 9 de agosto, Nagasaki había sufrido el mismo destino. La Unión Soviética, que Japón trató de convencer de prestarse como mediador ante Estados Unidos, los había invadido en Manchuria, en cumplimiento de promesas que Stalin le había hecho a Washington y Londres en Yalta y Tehrán.
Suzuki quería rendirse, estaba cansado de la guerra que había iniciado en 1931 y que había cobrado la vida de unas 30 millones de personas, la gran mayoría siendo civiles asesinados en las múltiples invasiones japonesas. Pero, como brillantemente reseñó William Craig en The Fall of Japan, Suzuki no podía decir que quería rendirse y ya. Él sabía que eso le podía costar la vida y eliminar cualquier camino a una paz negociada sin la destrucción total de Japón de por medio.
Mientras que Suzuki era Almirante, él no contaba dentro de la “facción militar” en las luchas de poder internas en Japón. Suzuki, para agosto 1945, era Primer Ministro y, por ende, un oficial civil. Es cierto que tenía el respeto de todos, siendo un héroe celebrado por su participación en la Batalla del Estrecho de Tsushima, aplastando una flota imperial rusa en 1905, pero eso no lo hacía inmortal y opinar sobre el futuro de Japón era un tema de vida o muerte.
Suzuki conocía las consecuencias de llevarle la contraria a la apasionada facción militar, cultistas de la guerra y “gloria” castrense. Nueve años antes, el 26 de febrero de 1936, Suzuki había sido cazado por soldados japoneses que buscaban purgar las fuerzas armadas de rivales ideológicos, así como tumbar el gobierno del Premier Keisuke Okada. El entonces Almirante Suzuki sufrió una herida de bala, estrechamente escapando las garras de su asesino.
Aquella noche habrá pesado en la mente de Suzuki mientras escuchaba los argumentos de los demás. En la mesa estaba el Secretario de Guerra, Korechika Anami, quien seguía convencido de una posible victoria militar sobre el enemigo. Hace unos días, cuando Hiroshima fue evaporada por Little Boy, Anami había proclamado que los americanos tenían una sola bomba atómica y, por ende, Japón podía seguir con la ejecución de Ketsu-Go, no había que cambiar nada. Anami y sus seguidores soñaban con matar a tantos estadounidenses en las playas de Kyushu que el público del enemigo presionaría a su gobierno para ponerle fin al conflicto. Quizás, incluso, con condiciones favorables a Japón.
Horas de discusiones y acusaciones de traición volaron de un lado a otro hasta que el hombre sentado en la cabeza de la mesa decidió intervenir. El Emperador Hirohito estaba cansado de escuchar a su gabinete discutir el asunto sin progreso, en un verdadero quiebre de la tradición establecida, el Emperador tomaría este “asunto terrenal” en sus propias manos. Hirohito llevaba mucho tiempo queriendo ponerle un fin a la guerra pero la tradición imperial le prevenía involucrarse en asuntos que le correspondían a los oficiales del gobierno y el ejército. El líder del “espíritu” de Japón comentó que las cosas no podían quedarse estancadas en un empate entre quienes querían “ganar” la guerra y quienes buscaban ponerle fin, Hirohito instruyó a su gobierno a aceptar la Declaración de Potsdam y capitular ante los Aliados.
Había una condición, por supuesto, que la figura del Emperador como soberano de Japón se mantuviese intacta. Habiendo escuchado a su líder hablar, los oficiales aceptaron que el destino de Japón estaba decidido, había llegado la hora de capitular. Suzuki estaba algo contento, el Emperador era su arma secreta, habiendo conversado con él previamente para empujarlo hacia proclamar su posición oficial de ponerle fin al conflicto. Ahora Suzuki había conseguido lo que quería, pero el peligro no había pasado.
El Mayor Kenji Hatanaka, de la Oficina de Personal del Ministerio de Guerra, sospechaba que el gobierno pasaría por un momento de debilidad. Hatanaka no veía otra alternativa al final de la guerra que una victoria o una muerte “gloriosa” en combate. Por eso, cuando escuchó un rumor de que el Consejo para la Suprema Dirección de la Guerra había tomado la decisión de capitular, Hatanaka vió su mundo volteado de cabeza.
Poniéndose en contacto con otros jóvenes oficiales, incluyendo el hermanastro de Anami, Masahiko Takeshita, Hatanaka estaba convencido de que era posible alterar el curso de la historia, reemplazando el débil gobierno civil de Suzuki que había envenenado la mente del Emperador con un gobierno fuerte bajo el puño militar de Anami. Hatanaka empezó a conspirar, planificando un golpe de estado y buscando aliados.
La primera vez que el plan se le presentó a Anami, el Secretario de Guerra no sabía bien qué hacer. Él quería cumplir el deseo de su Emperador de capitular pero aquí estaban sus jóvenes oficiales, argumentándole que el destino que él quería para Japón aún era posible, un destino de gloria insumisa. Anami no tuvo el coraje de negar su participación, tampoco tuvo el valor de ordenar a sus hombres de aceptar la decisión del gobierno, solo pudo decirles que el golpe estaba “mal planificado”.
El plan de Hatanaka consistía en tomar control del Palacio Imperial, secuestrar el Emperador, asesinar a Suzuki, destruir la grabación del mensaje de capitulación a la nación e instalar a Anami como nuevo Premier de Japón. El primer paso era convencer al Teniente General Takeshi Mori de unirse al complot, Mori comandaba la 1ra División de la Guardia Imperial, la unidad militar que custodiaba el Palacio, por lo cual era una figura crítica. Mori trató de evitar dar una respuesta firme sobre su participación, indecisión que le costó horas a los golpistas hasta que, viendo que no había forma de que se uniera, Hatanaka le disparó a su superior al rededor de la 1:30am, matándolo en su oficina.
Los golpistas rodearon el Palacio a las 2:00am y empezaron a revisar cuarto por cuarto, buscando a todos los oficiales pro-paz, a Suzuki y la grabación de capitulación. Sin Mori y sin Anami, Hatanaka nunca logró convencer al Ejército de tomar su lado en Tokio y tampoco lograron encontrar a Suzuki ni la grabación que buscaban. Para la mañana, el asunto estaba más que desmantelado. La mayoría de los golpistas fueron detenidos, otros como Hatanaka, se suicidaron. Kantaro Suzuki había, una vez más, escapado de sus asesinos. Korechika Anami, se había suicidado en el pasillo de su residencia en el Palacio Imperial, nunca vería el fracaso de sus jóvenes oficiales, nunca vería a Japón rendirse tampoco.
El Emperador se enteraría de todo en la mañana, había pasado el golpe durmiendo en su cuarto, sin ser despertado.
A mediodía, el 15 de agosto de 1945, el pueblo japonés escucharía la voz de su Emperador por primera vez. La grabación, donde Hirohito anunciaba la decisión de culminar la guerra, delicadamente evitando declarar una derrota y eliminando el papel de Japón como el agresor, sería escuchada en todas las radios públicas y privadas de un país paralizado. Al culminar la transmisión, millones sentirían alivio, millones se preocuparían por el futuro y millones llorarían, temiendo las consecuencias de ser ocupados por el enemigo.
A pesar de la devastación absoluta que trajo la última guerra imperial japonesa en el Pacífico, muchos en la nación creían que aún se podía ganar. Juraban que su posición, por tan precaria que se veía desde afuera, aguantaría una última gran batalla. Una última victoria. La historia está llena de personas en posiciones similares, aquellos que pensaban que las cosas iban bien hasta que la realidad destruyó sus ilusiones de un solo gran golpe. La naturaleza compleja y sesgada de la perspectiva debe siempre ser recordada, especialmente por quienes hoy en día consideran que ellos también están por ganar.